Edgar Morin nació en 1921 en París,
Francia. Su pensamiento no puede entenderse como un corpus final, sellado, sino más bien como un proceso que, en su
devenir mismo, marca una vía epistémica de la que participamos, siempre abierta
a las posibilidades. El suyo es un pensamiento en movimiento, una odisea
intelectual de la que no se sale sin algunos efectos cognitivos, generalmente
estimulantes; y, como su obra misma, jamás logramos capturar por completo.
Es incalculable y cifrado.
El concepto clave del pensamiento de
Morin es la complejidad. A primera vista, la complejidad (del latín complexus) es algo que está tejido en
conjunto; se presenta con rasgos inquietantes, pero inseparablemente asociados
en la medida que entreteje una compleja y bien trenzada paradoja. Al mirarla
así, “la complejidad es, efectivamente, el tejido de eventos, acciones,
interacciones, retroacciones, determinaciones, azares, que constituyen nuestro
mundo fenoménico”.
De ahí deriva la necesidad del conocimiento, especialmente
de la práctica clásica de producción de conocimiento, “de poner orden en los
fenómenos rechazando el desorden”, lo ambiguo, las incertidumbres... Sin
embargo, al perpetuar estas prácticas de depuración, corremos el riesgo de
producir cegueras que eliminan la heterogeneidad constituyente de la
complejidad. Por ende, hace falta encarar el entramado de la complejidad, no
ocultarla o mutilarla.
Es necesario, entonces, elaborar
nuevas prácticas bio-antropológicas de conocimiento, o, en otras palabras,
otros procedimientos intelectuales y sensitivos que desprendan de un principio
de incertidumbre fundamental, capaces de entablar un proceso de diálogo crítico
con la realidad.
Más allá de mis intentos vagos por
explicarla, la complejidad es tan compleja que quizá sea imposible dar cuenta
de ella, puesto que, como unitax
multiplex, no equivale a la totalidad. Equivale, en el mejor de los casos,
a un tetragrama que apunta: “he aquí las condiciones y los límites de la
explicación”.
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